Harper Lee escribió el libro Matar a un ruiseñor sin conocer su éxito posterior, que culminó con su adaptación al cine, de la mano de Gregory Peck.
La escritora era primeriza y, sin embargo, Atticus
marcó el corazón de muchos por su sabiduría y Jean Louise por su inocencia. El
libro, narrado en primera persona por una muchachita de seis años, aborda los
problemas raciales del EEUU de los años treinta. Hoy en día los problemas se
repiten y la discriminación sigue teniendo mucho peso en nuestra sociedad, que
defendemos concienzudamente como progresista y civilizada. También eran blancos
de clase media los que acusaron a un hombre de color, Rob Patinson, de violar a
una chica, aún con la certeza absoluta y un millar de pruebas sobre sus
hombros, de que todo había sido una maquinación. Y nosotros, mientras el final avanza con
seguridad hacia ese terrible condena que le
dictarán a Rob, sentimos la ternura de Jean Louise y Jem al descubrir que su padre es la única luz
entre tanta oscuridad.
Criados en un ambiente hostil, difícil, donde la
aceptación social es la clave para la
supervivencia, soportando la ausencia de una madre y la presión de una
tía, Jem y Jean, hermanos, hijos del abogado Atticus, se convierten en pequeños
rebeldes soñadores, autocríticos que descubren
progresivamente el mundo en el que viven, antes incluso de captar su
importancia en él. Aprenden de Atticus ( brillantemente interpretado en la
versión cinematográfica) a respetar por encima de todas las cosas, aprenden lo
que es el honor, la perseverancia y la justicia. Aprenden a ser, en definitiva,
dos luces más para un mundo todavía en sombras.
Jem es un chico muy especial en el libro y muy interesante en la película.
La acción comienza cuando todavía es el pequeño que pierde los pantalones en
una de sus mil aventuras y exige,
ansiosamente, una escopeta a su padre. Observamos su evolución,
conmovedora, hasta que el joven
despierta de un sueño para no volver a caer en él. Su hermana es pequeña y debe
protegerla, la formación intelectual es importante para desenvolverse en la
vida y las escopetas sólo se usan en caso de necesidad.
Frente a este personaje encontramos a Dill, amigo
y novio de Scout (si las vanas promesas de casamiento que le ofrece, tan
típicas, se pueden considerar propias de
calificativo amoroso). Dill es el
opuesto de Jem, el eterno Peter Pan de
Nunca Jamás, personaje plano, infantil,
experto en travesuras, impaciente y fantasioso. También patético (quizás por su tamaño,
minúsculo, o por su forma de hablar).
Sea lo que sea nos reímos de él como nos reímos de cualquier pequeño, con
cariño, mientras adoramos a Atticus por lo que representa. Además: ¿Quién soportaría al igual que el abogado un
escupitajo en la cara, hecho a propósito y por desprecio infundado?
Ahora hablemos de Jean, llamada comúnmente Scout,
la narradora protagonista. Una de las mejores elecciones del libro fue elegirla
precisamente a ella para describir con total sinceridad e imparcialidad, y a la vez, con la ternura
propia de su edad, la historia que nos
presenta. Inocente y atrevida, la que se
disfraza de jamón y se viste masculinamente,
vive tantas experiencias, que acaba comprendiendo el melodrama que conforma la vida de un
adulto. La opinión de los demás, las formalidades (como la anciana que los
apuntaba con una escopeta por no saludarla correctamente), el trabajo, la
aceptación de las leyes, las formas distintas de ver la vida… Cuando somos
pequeños se nos pasan por alto este tipo de matices, apreciando sólo las
posturas más radicales como ejemplares. Así es, para un niño común, la idea de lo malo (el fantasma Bob) y lo bueno (la señora
Maudie y sus bizcochos). Sin embargo, esta perspicaz niña está alerta a todas
las perspectivas adultas que un niño ignora,
salvaguardando al mismo tiempo, ese
carisma propio de la infancia. Así
consigue salvar a su padre de una muchedumbre de campesinos,
recordándoles lo hermoso que fue haberles conocido y compartir parte de su vida
con ellos. Uno de los campesinos, el
señor Cunningham, padre del chico pobre, compañero de Scout, al que invitaron a
comer, recuerda, al final, la benevolencia de la familia contra la que
intentaba arremeter. Un modelo, pues,
tan ejemplar como su padre. Contagiada por el espíritu aventurero de su hermano
y su amigo Dill decide embarcarse en una nueva aventura veraniega: ir tras los pasos del fantasma Boo, recluso en casa desde que
intentó asesinar a su padre. Sin
embargo, el final toma un rumbo distinto y una vez más, nos engancha.
Boo, el hombre misterioso, aparece en escena para salvar a los hermanos de las garras de un campesino vengativo. En la versión cinematográfica el supuesto fantasma es el actor perfecto. Sus inexistentes palabras dicen mucho más que el parlanchín de Dill o, por ejemplo, Tom Robinson, el inocente que aparenta ser culpable por fugarse de su injusto destino: la cárcel, cuando tendría juicios posteriores en los que rebatir su condena. Robinson es exactamente igual en mi imaginación, en el libro y en la película. Desconfiado y asustadizo, alto, fuerte y callado. Aunque no nos guste tanto su personaje (yo no sentí empatía hacia él) sí es necesario añadir que su papel es necesario y que está a la altura del libro. Tom Robinson representa el espíritu pacifista de Martin Luther King, cuya única aspiración era poder ser hombre y no esclavo.
Escrito en los años cincuenta, por una mujer
valiente, cuyo coraje la impulsa a denunciar un problema aún sangrante como los
prejuicios, la novela ha sabido traspasar las barreras del espacio y tiempo
para llegar hasta nuestra sociedad, a
este recóndito pueblo llamado Curtis,
para enseñarnos que la historia se repite una y otra vez: hombres contra
mujeres, racismo, hipocresía, violencia y descontrol. Está muy claro que todavía nos falta un largo
camino por recorrer; mas para hacerlo
necesitamos desesperadamente cambios en la política; en la educación y lo más
importante: necesitamos más humanos como Atticus.
Al fin y al cabo, Atticus es el sueño de Harper Lee en Matar a un Ruiseñor.
VICTORIA IGLESIAS 1º BACH C
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