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17 feb 2010

La película


Entretenidísima. Es una película de acción, pero no es otra película de acción. El secreto de su éxito está en los actores; un Holmes y un Watson bastante semejantes a los relatos originales y muy diferentes a la imagen que de ellos ha creado el cine, la cual ha configurado indeleblemente a la pareja en nuestra memoria. Holmes nunca llevó ese ridículo sombrero en las novelas. Y de esta manera, en vez de ser aquí Watson el médico algo rechoncho, inocente y torpe, el alivio cómico, en suma, nos encontraremos a un Jude Law agudo y sagaz, irónico y mordaz. No tanto como el propio Holmes, pero desde luego aquí no existe la oposición tan definida con que la narrativa del siglo XX ha dibujado al personaje. Aunque sí se hace hincapié en la disimulada estima que el detective siente por el médico.

Por su parte, Sherlock mantiene esa cosa deductiva, estirada y algo despreciativa con la condición humana, pero para nada es el larguirucho victoriano impertérrito, sino que aquí recupera su gusto por el boxeo y el movimiento. Aquí se le ve asímismo con corazón y traumas. Y muchos punchlines. Para decirlo más claramente, Downey está construyendo su propio personaje, el que le va a dar de comer en los últimos años de su vida, sin necesidad de cambiarlo, como ya lo hizo en su momento Anthony Hopkins y tantos otros. Así que este Holmes es un poco Ironman, chuleta y graciosillo. Con carisma que se dice.

Ya la primera escena nos deja más o menos claro que vamos a ver una versión del famoso detective bastante movida. Pistolas por aquí y por allá y una cosa graciosa que se repite alguna vez y que es el método analítico aplicado al pugilismo. Si le pego por aquí responderá por allá y entonces yo le meteré pero bien por acullá. Porque este Holmes pega unas yoyas que da gloria verlo. Quizás eso será lo que más reviente a los pseudo-puristas porque el original tampoco estaba manco.

La trama, muy bien construida, juega con los tópicos que se le suponen a la época y eso es algo que place enormemente porque se ve esmero en el guión. Mucha magia negra, tema muy de la época (incluso el autor original estuvo metido en rollos espiritistas), resabios industriales y por supuesto proyección al futuro con anticipación de lo que se va a ver en el siguiente siglo. Y unos diálogos buenísimos, muy finos, rápidos, ingeniosos, lo suficientemente elegantes como para casi pasar desapercibidos pero contribuir a lo notable del filme.

Como no podía ser menos, el director se recrea mostrando Londres, porque el mundo anglosajón es muy de ensalzar sus ciudades y París, y actualiza el carácter inglés dejándolo a medio camino entre el estereotipo conocido y una versión algo más movidilla. Los decorados, "dibujados", son estupendos y están aprovechados de maravilla con una dirección ágil pero consciente. Rachel McAdams, como "Irene Adler", "la mujer", es muy mona y resuelve bien y ya les vamos avisando de que en la secuela a lo mejor se deja caer por ahí Brad Pitt como Moriarty. Muy entretenida, con ritmo y gracia. Cuánto queremos a Doyle.

16 feb 2010

Las fuentes


Puede que, en broma o en serio, muchas personas durante largo tiempo enviaban cartas dirigidas a Mr. Sherlock Holmes al número 221 bis de Baker Street. La gran afición por las novelas escritas por Sir Arthur Conan Doyle suscitó que se diera ese fenómeno.
Pero, evidentemente, el detective fue concebido por la imaginación de su creador. Aunque, el personaje, está basado en una persona real llamada Joseph Bell, un médico de enfermería de Edimburgo. Según la propia descripción de Conan Doyle, el médico que también ejercía la docencia era: "delgado, nervudo, de cabello negro, rostro afilado y nariz poderosa". Bell era un cirujano habilidoso que destacaba por los acertados diagnósticos que realizaba. Conan Doyle fue alumno suyo y ayudante en la atención a sus pacientes. Doyle se encargaba de dar la hora de cita y hacer un resumen del caso concreto. Dichos casos se trasladaban a clases prácticas observadas por un buen número de alumnos. Cuando Doyle le comunicó a su profesor la intención de crear al literario detective basándose en su capacidad deductiva, Bell quedó encantado con la idea. Incluso prestó ideas que, al parecer, el escritor no llevó a la práctica. Conan Doyle también tomó como base de inspiración al investigador Dupin, de Edgar Allan Poe. Antes de llamarle Sherlock Holmes, barajó otros nombres como Sherringford, pero prefirió Sherlock que era "un nombre afilado como la hoja de un cuchillo".

19 dic 2009

Historia de vampiros


Era un vampiro que sorbía agua
por las noches y por las madrugadas
al mediodía y en la cena.

Era abstemio de sangre
y por eso el bochorno
de los otros vampiros
y de las vampiresas.

Contra viento y marea se propuso
fundar una bandada
de vampiros anónimos,
hizo campaña bajo la menguante,
bajo la llena y la creciente
sus modestas pancartas proclamaban,
vampiros beban agua
la sangre trae cáncer.

Es claro los quirópteros
reunidos en su ágora de sombras
opinaron que eso era inaudito,
aquel loco aquel alucinado
podía convencer a los vampiros flojos,
esos que liban boldo tras la sangre.

De modo que una noche
con nubes de tormenta,
cinco vampiros fuertes
sedientos de hematíes, plaquetas, leucocitos,
rodearon al chiflado, al insurrecto,
y acabaron con él y su imprudencia.

Cuando por fin la luna
pudo asomarse
vio allá abajo
el pobre cuerpo del vampiro anónimo,
con cinco heridas que manaban,
formando un gran charco de agua,
lo que no pudo ver la luna
fue que los cinco ejecutores
se refugiaban en un árbol
y a su pesar reconocían
que aquello no sabía mal.

Desde esa noche que fue histórica
ni los vampiros, ni las vampiresas,
chupan más sangre,
resolvieron
por unanimidad pasarse al agua.

Como suele ocurrir en estos casos
el singular vampiro anónimo
es venerado como un mártir.

14 dic 2009

Baital


Baital é o vampiro indio, sua forma natural é mitad home, mitad morcego, mide medio metro.

12 dic 2009

Tolerancia, convivencia


Vía http://eljuiciodeltalmud.blogspot.com/2009/12/8-dias-8-velas.html?utm_source=feedburner&utm_medium=feed&utm_campaign=Feed%3A+MiTalmud+%28MI+TALMUD%29
En la época que Rusia conquisto a Rumania, había un grupo de personas rumanas que se llamaban “Escapa fronteras” se unió a ellos un judío justo que tenia mucho temor de Dios, el grupo de personas tomaron la decisión de escaparse el cuarto día de Januka, y así fue, en las horas de la noche entraron al bosque y la cabeza de grupo les pidió que no hagan ningún tipo de ruido para que los soldados rusos no se den cuenta de ellos, todas las personas estaban temblando del miedo, el judío justo pidió al jefe del grupo que lo dejara prender la janukia y por supuesto, se negó no vaya a ser que los descubran, siguieron su camino hasta que llegaron a unas ruinas en donde descansaron del largo camino, el judío coloco cuatro velas y las prendió después de unos minutos se les acerco un policía ruso y les dijo a todos que levantaran las manos, ellos entendieron que están cercanos a una muerte cruel y todo por culpa de las velas de januka…
Después de unos minutos el policía les dijo que bajaran las manos y ordeno que les repartieran Arak( bebida alcoholica ) para que se calentaran del frió y les dijo:
“Detras mío hay un grupo de soldados que estaban todo el tiempo persiguiéndolos y pensamos en acabar con ustedes, pero en el momento que vi al judío prendiendo las velas de januka empecé a temblar, ya que me recordé que hace 25 años mi papá prendía la janukia y me llene de misericordia, por lo tanto váyanse sanos y salvos”.
De este relato nos podemos dar cuenta la grandeza de las velas de januka, 25 años de comunismo y a pesar de todo las velas de januka pudieron ablandar el corazón de un judío. Tenemos que saber que cada mitzvah( mandamiento ) deja una marca en los corazones de cada judío y judío, aprovechemos las oportunidades que tenemos hoy en día de poder cumplir con las mitzvot (mandamientos )

11 dic 2009

ASOMBASAM


Asambosam e un vampiro de Africa, teñen ganchos no sitio dos pes e morden suas víctimas no dedo pulgar.
O Vampiro de Baudelaire
Tú mi alma entera has invadido
como un siniestro vendaval;
tú en mis entrañas te has metido
como la hoja de un puñal.


Tú de mi espíritu humillado
has hecho tu cubil de hiena,
infame, a la que estoy ligado
como el esforzado a su cadena,


como a su juego el jugador,
como el borracho a su botella,
como el cadáver al roedor;
¡Dios te maldiga, siempre bella!

Pedí al puñal mi libertad,
dando con él sobre tu seno;
pedí sus filtros al veneno
para ayudar mi voluntad.


Pero ¡ay!, los dos han respondido
con su desdén a mi inquietud:
"Tú no has de verte redimido
de tu maldita esclavitud.

10 dic 2009


No se hablaba en el país de otra cosa. ¡Y qué milagro! ¿Sucede todos los días que un setentón vaya al altar con una niña de quince?

Así, al pie de la letra: quince y dos meses acababa de cumplir Inesiña, la sobrina del cura de Gondelle, cuando su propio tío, en la iglesia del santuario de Nuestra Señora del Plomo -distante tres leguas de Vilamorta- bendijo su unión con el señor don Fortunato Gayoso, de setenta y siete y medio, según rezaba su partida de bautismo.

La única exigencia de Inesiña había sido casarse en el santuario; era devota de aquella Virgen y usaba siempre el escapulario del Plomo, de franela blanca y seda azul. Y como el novio no podía, ¡qué había de poder, malpocadiño!, subir por su pie la escarpada cuesta que conduce al Plomo desde la carretera entre Cebre y Vilamorta, ni tampoco sostenerse a caballo, se discurrió que dos fornidos mocetones de Gondelle, hechos a cargar el enorme cestón de uvas en las vendimias, llevasen a don Fortunato a la silla de la reina hasta el templo. ¡Buen paso de risa!

Sin embargo, en los casinos, boticas y demás círculos, digámoslo así, de Vilamorta y Cebre, como también en los atrios y sacristías de las parroquiales, se hubo de convenir en que Gondelle cazaba muy largo, y en que a Inesiña le había caído el premio mayor. ¿Quién era, vamos a ver, Inesiña? Una chiquilla fresca, llena de vida, de ojos brillantes, de carrillos como rosas; pero qué demonio, ¡hay tantas así desde el Sil al Avieiro! En cambio, caudal como el de don Fortunato no se encuentra otro en toda la provincia. Él sería bien ganado o mal ganado, porque esos que vuelven del otro mundo con tantísimos miles de duros, sabe Dios qué historia ocultan entre las dos tapas de la maleta; solo que.... ¡pchs!, ¿quién se mete a investigar el origen de un fortunón? Los fortunones son como el buen tiempo: se disfrutan y no se preguntan sus causas.

Vampiro


Que el señor Gayoso se había traído un platal, constaba por referencias muy auténticas y fidedignas; solo en la sucursal del Banco de Auriabella dejaba depositados, esperando ocasión de invertirlos, cerca de dos millones de reales (en Cebre y Vilamorta se cuenta por reales aún). Cuantos pedazos de tierra se vendían en el país, sin regatear los compraba Gayoso; en la misma plaza de la Constitución de Vilamorta había adquirido un grupo de tres casas, derribándolas y alzando sobre los solares nuevo y suntuoso edificio.

-¿No le bastarían a ese viejo chocho siete pies de tierra? -preguntaban entre burlones e indignos los concurrentes al Casino.

Júzguese lo que añadirían al difundirse la extraña noticia de la boda, y al saberse que don Fortunato, no sólo dotaba espléndidamente a la sobrina del cura, sino que la instituía heredera universal. Los berridos de los parientes, más o menos próximos, del ricachón, llegaron al cielo: hablóse de tribunales, de locura senil, de encierro en el manicomio. Mas como don Fortunato, aunque muy acabadito y hecho una pasa seca, conservaba íntegras sus facultades y discurría y gobernaba perfectamente, fue preciso dejarle, encomendando su castigo a su propia locura.

Lo que no se evitó fue la cencerrada monstruo. Ante la casa nueva, decorada y amueblada sin reparar en gastos, donde se habían recogido ya los esposos, juntáronse, armados de sartenes, cazos, trípodes, latas, cuernos y pitos, más de quinientos bárbaros. Alborotaron cuanto quisieron sin que nadie les pusiese coto; en el edificio no se entreabrió una ventana, no se filtró luz por las rendijas: cansados y desilusionados, los cencerreadores se retiraron a dormir ellos también. Aun cuando estaban conchavados para cencerrar una semana entera, es lo cierto que la noche de boda ya dejaron en paz a los cónyuges y en soledad la plaza.

Entre tanto, allá dentro de la hermosa mansión, abarrotada de ricos muebles y de cuanto pueden exigir la comodidad y el regalo, la novia creía soñar; por poco, y a sus solas, capaz se sentía de bailar de gusto. El temor, más instintivo que razonado, con que fue al altar de Nuestra Señora del Plomo, se había disipado ante los dulces y paternales razonamientos del anciano marido, el cual sólo pedía a la tierna esposa un poco de cariño y de calor, los incesantes cuidados que necesita la extrema vejez.

Vampiro


Ahora se explicaba Inesiña los reiterados «No tengas miedo, boba»; los «Cásate tranquila», de su tío el abad de Gondelle. Era un oficio piadoso, era un papel de enfermera y de hija el que le tocaba desempeñar por algún tiempo..., acaso por muy poco. La prueba de que seguiría siendo chiquilla, eran las dos muñecas enormes, vestidas de sedas y encajes, que encontró en su tocador, muy graves, con caras de tontas, sentadas en el confidente de raso. Allí no se concebía, ni en hipótesis, ni por soñación, que pudiesen venir otras criaturas más que aquellas de fina porcelana.

¡Asistir al viejecito! Vaya: eso sí que lo haría de muy buen grado Inés. Día y noche -la noche sobre todo, porque era cuando necesitaba a su lado, pegado a su cuerpo, un abrigo dulce- se comprometía a atenderle, a no abandonarle un minuto. ¡Pobre señor! ¡Era tan simpático y tenía ya tan metido el pie derecho en la sepultura! El corazón de Inesiña se conmovió: no habiendo conocido padre, se figuró que Dios le deparaba uno. Se portaría como hija, y aún más, porque las hijas no prestan cuidados tan íntimos, no ofrecen su calor juvenil, los tibios efluvios de su cuerpo; y en eso justamente creía don Fortunato encontrar algún remedio a la decrepitud. «Lo que tengo es frío -repetía-, mucho frío, querida; la nieve de tantos años cuajada ya en las venas. Te he buscado como se busca el sol; me arrimo a ti como si me arrimase a la llama bienhechora en mitad del invierno. Acércate, échame los brazos; si no, tiritaré y me quedaré helado inmediatamente. Por Dios, abrígame; no te pido más».

Lo que se callaba el viejo, lo que se mantenía secreto entre él y el especialista curandero inglés a quien ya como en último recurso había consultado, era el convencimiento de que, puesta en contacto su ancianidad con la fresca primavera de Inesiña, se verificaría un misterioso trueque. Si las energías vitales de la muchacha, la flor de su robustez, su intacta provisión de fuerzas debían reanimar a don Fortunato, la decrepitud y el agotamiento de éste se comunicarían a aquélla, transmitidos por la mezcla y cambio de los alientos, recogiendo el anciano un aura viva, ardiente y pura y absorbiendo la doncella un vaho sepulcral. Sabía Gayoso que Inesiña era la víctima, la oveja traída al matadero; y con el feroz egoísmo de los últimos años de la existencia, en que todo se sacrifica al afán de prolongarla, aunque sólo sea horas, no sentía ni rastro de compasión.

Vampiro


Agarrábase a Inés, absorbiendo su respiración sana, su hálito perfumado, delicioso, preso en la urna de cristal de los blancos dientes; aquel era el postrer licor generoso, caro, que compraba y que bebía para sostenerse; y si creyese que haciendo una incisión en el cuello de la niña y chupando la sangre en la misma vena se remozaba, sentíase capaz de realizarlo. ¿No había pagado? Pues Inés era suya.

Grande fue el asombro de Vilamorta -mayor que el causado por la boda aún- cuando notaron que don Fortunato, a quien tenían pronosticada a los ocho días la sepultura, daba indicios de mejorar, hasta de rejuvenecerse. Ya salía a pie un ratito, apoyado primero en el brazo de su mujer, después en un bastón, a cada paso más derecho, con menos temblequeteo de piernas. A los dos o tres meses de casado se permitió ir al casino, y al medio año, ¡oh maravilla!, jugó su partida de billar, quitándose la levita, hecho un hombre. Diríase que le soplaban la piel, que le inyectaban jugos: sus mejillas perdían las hondas arrugas, su cabeza se erguía, sus ojos no eran ya los muertos ojos que se sumen hacia el cráneo. Y el médico de Vilamorta, el célebre Tropiezo, repetía con una especie de cómico terror:

-Mala rabia me coma si no tenemos aquí un centenario de esos de quienes hablan los periódicos.

El mismo Tropiezo hubo de asistir en su larga y lenta enfermedad a Inesiña, la cual murió -¡lástima de muchacha!- antes de cumplir los veinte. Consunción, fiebre hética, algo que expresaba del modo más significativo la ruina de un organismo que había regalado a otro su capital.

Buen entierro y buen mausoleo no le faltaron a la sobrina del cura; pero don Fortunato busca novia. De esta vez, o se marcha del pueblo, o la cencerrada termina en quemarle la casa y sacarle arrastrando para matarle de una paliza tremenda. ¡Estas cosas no se toleran dos veces! Y don Fortunato sonríe, mascando con los dientes postizos el rabo de un puro.
Emilia, Condesa de Pardo Bazán

27 nov 2009

Aeropuerto de Funchal (Fragmento I )


La última noticia que tuvo de Frank fue una postal enviada desde Madeira. De eso hacía cuatro años, y en realidad aquella postal no parecía que le estuviera destinada. Con una firma ilegible y un texto anodino (muchos saludos y recuerdos, alguna pregunta del tipo ¿qué tal vosotros?), la dirección que figuraba en su mitad derecha era la suya, la de Elena, pero los destinatarios no eran ni ella ni Carlos, su marido, sino una familia apellidada Pajarito. Había sido precisamente Carlos quien, de vuelta del despacho, la había sacado del buzón, y mientras se la enseñaba no había podido evitar un comentario chistoso: “¿Cómo puede ser que alguien se apellide Pajarito? Yo en su caso me lo cambiaría por Pajarraco: impone más respeto.” Ella contuvo por un instante la respiración y pensó en Frank. Pajarito, parajito mío. Ése era el apelativo cariñoso que Frank solía dedicarle en la intimidad, y Elena estuvo segura de que su antiguo amante había recurrido a esa clave privada para hacerle saber que en aquella lejana isla portuguesa seguía pensando en ella.
Pero desde entonces habían pasado cuatro años, y ahora Carlos y Elena estaban en un Airbus 319 de la compañía portuguesa Tap que se disponía a aterrizar en el aeropuerto de Funchal.

Aeropuerto de Funchal (Fragmento II )




La idea del viaje había sido de él. Hacía mucho tiempo que no viajaban solos, y dos días antes Carlos había aparecido por la tienda de antigüedades de ella agitando como un abanico los billetes de avión: “Ya puedes ir haciendo la maleta. Nos vamos.” Había visto el anuncio en el escaparate de una agencia de viajes y no había podido resistirse a la tentación de hacer una locura. Ésas fueron sus palabras, hacer una locura, y Elena hubo de reconocer que también ella lo necesitaba, que la estimulaba la simple perspectiva de romper con la rutina y olvidarse por unos días de clientes y compromisos. Sólo al llegar al aeropuerto de Lisboa, donde debían conectar con el vuelo a la isla, había sentido una primera punzada de decepción: el suyo era el típico viaje organizado, y el resto del grupo estaba formado por matrimonios de jubilados y señoras mayores con aspecto de viudas. Tal detalle acaso habría resultado trivial si el suyo no hubiera sido, como de hecho era, un matrimonio ciertamente descompensado. Ella, con cuarenta años recién cumplidos, se consideraba aún una mujer joven y bonita, y los catorce años y dos meses que Carlos le llevaba le acercaban de forma irremediable a todos esos compañeros de viaje, que parecían no tener otra cosa de qué hablar que no fueran médicos, operaciones y achaques de la edad.
En el autobús que les recogió en el aeropuerto le pareció evidente que el trato que aquellos hombres y mujeres les dispensaban no era igualitario. Se dirigían a Carlos con una rara familiaridad, como si desde el principio hubieran dado por supuesta su integración en el grupo, y reservaban para ella una gentileza algo distante y cautelosa. Luego, en el vestíbulo del hotel (el Carlton, uno de los mejores de la isla), uno de esos carcamales se le acercó para comentarle con un guiño cómplice que la última noche estaba prevista una fiesta con karaoke, y lo que hasta entonces había sido sólo fastidio dejó paso a una poderosa sensación de disgusto. ¡Una treintena de viejos emborrachándose y dando gritos ante un micrófono! ¿A eso era a lo que Carlos llamaba hacer una locura?

Aeropuerto de Funchal (Fragmento III )


La idea del viaje había sido de él. Hacía mucho tiempo que no viajaban solos, y dos días antes Carlos había aparecido por la tienda de antigüedades de ella agitando como un abanico los billetes de avión: “Ya puedes ir haciendo la maleta. Nos vamos.” Había visto el anuncio en el escaparate de una agencia de viajes y no había podido resistirse a la tentación de hacer una locura. Ésas fueron sus palabras, hacer una locura, y Elena hubo de reconocer que también ella lo necesitaba, que la estimulaba la simple perspectiva de romper con la rutina y olvidarse por unos días de clientes y compromisos. Sólo al llegar al aeropuerto de Lisboa, donde debían conectar con el vuelo a la isla, había sentido una primera punzada de decepción: el suyo era el típico viaje organizado, y el resto del grupo estaba formado por matrimonios de jubilados y señoras mayores con aspecto de viudas. Tal detalle acaso habría resultado trivial si el suyo no hubiera sido, como de hecho era, un matrimonio ciertamente descompensado. Ella, con cuarenta años recién cumplidos, se consideraba aún una mujer joven y bonita, y los catorce años y dos meses que Carlos le llevaba le acercaban de forma irremediable a todos esos compañeros de viaje, que parecían no tener otra cosa de qué hablar que no fueran médicos, operaciones y achaques de la edad.
En el autobús que les recogió en el aeropuerto le pareció evidente que el trato que aquellos hombres y mujeres les dispensaban no era igualitario. Se dirigían a Carlos con una rara familiaridad, como si desde el principio hubieran dado por supuesta su integración en el grupo, y reservaban para ella una gentileza algo distante y cautelosa. Luego, en el vestíbulo del hotel (el Carlton, uno de los mejores de la isla), uno de esos carcamales se le acercó para comentarle con un guiño cómplice que la última noche estaba prevista una fiesta con karaoke, y lo que hasta entonces había sido sólo fastidio dejó paso a una poderosa sensación de disgusto. ¡Una treintena de viejos emborrachándose y dando gritos ante un micrófono! ¿A eso era a lo que Carlos llamaba hacer una locura?

Aeropuerto de Funchal (Fragmento V)

Lo más probable era que Frank, músico de profesión, hubiera llegado a aquel sitio con alguna de las orquestas que ocasionalmente le contrataban y que su estancia allí no hubiera superado las dos o tres semanas, quizá ni siquiera eso. ¿Dónde estaría ahora? ¿En qué rincón del planeta? Estuviera donde estuviera, hacía tiempo que debía de haberse olvidado de aquella isla y del contacto que desde allí había tratado de establecer con su ex amante a través de una postal en clave. Para Elena, en cambio, los nombres de Frank y Madeira habían quedado definitivamente asociados desde entonces, y el simple hecho de encontrarse en ese lugar avivaba una inequívoca sensación de proximidad con respecto a él. ¿Cómo habría sido el reencuentro? ¿Qué saludos habrían intercambiado? ¿Se habrían dicho “hola, pajarita”, “hola, pajarito”, como en aquella época? Resultaba agradable dejarse llevar por esas ensoñaciones, y lo único malo era que éstas se desvanecían al menor contacto con la realidad. Una realidad que en aquellos momentos se materializaba en la persona de Carlos, ese intruso en sus fantasías, ese visitante inoportuno. Volvió de repente la vista hacia él y se descubrió odiándole, odiándole con todas sus fuerzas, y el suyo no era un odio momentáneo o circunstancial sino un odio que hundía sus raíces en lo más profundo de sí misma, en cierta mañana de hace más de cuatro años en que tuvo que elegir entre la estabilidad sin pasión y la felicidad sin futuro.
El tercer día estaba programada una subida a la iglesia de Santa María do Monte, y Carlos, razonable como siempre, dijo que no tenía sentido que fueran por su cuenta, dado que todos aquellos gastos estaban incluidos y que, de todas formas, era lo único de Funchal que les quedaba por ver. “Nos los estaríamos encontrando sin parar”, comentó en alusión a sus compañeros de viaje.

Aeropuerto de Funchal (Fragmento V I )


El autobús les esperaba ante la estatua de la emperatriz Sissí, con la que varios de aquellos viejos, infatigables, insistían en hacerse fotos, y, después de un recorrido por calles ya conocidas de la ciudad, les dejó en la cola del teleférico. Cada una de las cabinas tenía capacidad para seis personas. A ellos les tocó compartirla con cuatro señoras del grupo. Una de ellas, la más parlanchina, se pasó un buen rato diciendo que Carlos era igualito, pero igualito, a un hermano suyo que acababa de casarse por tercera vez. Carlos se sintió o fingió sentirse halagado por la comparación y, mientras la mujer contaba la historia de su hermano, que había empezado de la nada y ahora tenía una planta de galvanizados que daba trabajo a más de treinta personas, Elena buscó alivio en la vista aérea de los tejados de la ciudad.

Aeropuerto de Funchal (Fragmento V II )


Unos cuantos minutos de conversación y la certeza de poseer algo en común, aunque sea algo tan frágil como eso, una supuesta semejanza física con quién sabe quién, pueden en determinadas circunstancias bastar para improvisar breves alianzas. Eso es lo que, a ojos de Elena, ocurrió entre su marido y esas señoras, que, una vez concluido el trayecto en funicular, parecían haberse vuelto inseparables. Visitaron juntos el Jardín Botánico, y juntos compraron bordados en la Quinta do Monte y se fotografiaron en las escaleras de la iglesia, y en realidad Elena no estaba segura de preferir la compañía única de su marido. El grupo sólo se deshizo cuando llegó la hora de montarse en los llamados carros do monte, y eso porque en cada uno de aquellos pintorescos vehículos no cabían más de dos pasajeros.

Aeropuerto de Funchal (Fragmento V III)


La guía turística, citando a Hemingway, lo había anunciado como la parte más excitante de la excursión: una bajada de cuatro kilómetros metidos en unos grandes cestos de mimbre, una especie de trineos sin patines que se deslizaban por una carretera empinada y sinuosa. La fila de carros aguardaba a los turistas al pie de las escaleras de la iglesia. Cuando les llegó el turno a ellos, Elena observó la gastada tapicería del asiento y se colocó junto a su marido. Aquello inspiraba cualquier cosa menos seguridad. El descenso se inició cuando los dos carreiros, unos hombres de aspecto desnutrido, con camisa y pantalón blancos y sombreros de paja, empujaron su carro cuesta abajo. Apenas unos segundos después habían alcanzado ya una velocidad considerable. Los carreiros iban detrás, subidos al estribo, y en las curvas más cerradas y los cruces de carreteras saltaban a la calzada y giraban o frenaban tirando de una cuerda que llevaban enrollada en la muñeca. De vez en cuando paraban y con unos trapos deshilachados engrasaban los bajos del carro, y entonces los escasos automóviles que les seguían aprovechaban para adelantarles. Elena no sintió el peligro hasta que llegaron al cruce y por el lado izquierdo apareció la motocicleta. Uno de los carreiros saltó a destiempo y sólo consiguió frenar cuando ya ellos dos habían empezado a gritar: “¡Cuidado!”

Aeropuerto de Funchal (Fragmento IX)


El incidente al final quedó en nada, el carro dando una vuelta completa sobre su propio eje, la moto derrapando interminablemente en su intento por esquivarles, pero Elena se llevó un buen susto y, con la voz entrecortada, dominada aún por la excitación, se volvió hacia su marido y no pudo evitar exclamar: “¡No lo aguanto más! ¡Tenemos que separarnos!” Carlos la miró sin decir nada. El motorista siguió su camino y ellos reanudaron el descenso. Cuando por fin bajaron del carro, él dijo: “Estabas nerviosa.” Y ella repitió: “Tenemos que separarnos.”
Pasaron el resto del día en el hotel. Carlos se mostraba esquivo, taciturno. Tampoco Elena tenía muchas ganas de hablar. Cenaron en la misma mesa que las mujeres del teleférico. Luego volvieron a la habitación, y Carlos dijo nada más: “No puedes hacerme esto. Sería incapaz de vivir sin ti. Me mataría.” Ella no contestó. Había dicho lo que había dicho sin pensar, pero ahora le parecía que esas palabras fortuitas habían revelado sus deseos más profundos y genuinos. “Dime que no me vas a abandonar”, insistió él, “dímelo”. Elena bajó la cabeza y se metió en el cuarto de baño.
El día siguiente era el último antes del viaje de vuelta. Estaba previsto que visitaran un pequeño puerto pesquero llamado Calheta y que cruzaran la isla por Paúl da Serra y que recorrieran el norte de la isla, con paradas en la antigua capital, Sao Vicente, y otros pueblos de interés turístico. Elena, sin embargo, dijo que no se encontraba bien y que prefería quedarse a descansar en el hotel. Carlos no insistió. Le dedicó un vago gesto de despedida y salió de la habitación.

Aeropuerto de Funchal (Fragmento X )


Permaneció acostada hasta más tarde de las diez. Bajó a la cafetería cuando ya había concluido el horario de desayunos, pero no le importó. Salió del hotel en busca de una terraza donde tomar un café y se descubrió recorriendo las mismas calles, los mismos jardines y parques que dos días antes, pero ahora a solas, sin su marido. Podía pues entregarse libremente a sus fantasías y evocaciones, y con una sonrisa en los labios recordó la noche en que Frank y ella se conocieron, en el hotel en que se celebraba la fiesta de clausura del Salón de Anticuarios.

Aeropuerto de Funchal (Fragmento XI )




Frank era uno de los músicos de la orquesta, y Elena no pudo apartar la vista de él desde que coincidieron en las puertas giratorias de la entrada. Lo demás fue sencillo, una copa juntos, el mismo taxi, el intercambio de números de teléfono, y mientras se despedían ella tuvo la rara certeza de que ya no podría renunciar a él. De que pensaría en Frank a la mañana siguiente, y seguiría pensando en él a la otra y a la otra. Sí, lo suyo por Frank había sido auténtica pasión, un sentimiento que no recordaba desde hacía muchos años y para el que creía haber quedado inhabilitada con el paso del tiempo. ¿Volvería a experimentar lo mismo si ahora se reencontraran? La figura de su marido había desaparecido hasta de su imaginación. Elena se veía a sí misma como una mujer separada, libre, y de golpe se preguntó qué pasos habría de dar para localizar a Frank. ¿Mantendría contacto con aquel amigo suyo, el dueño del bar en el que solían citarse? Y aquellos músicos con los que habían estado en alguna ocasión, ¿tendrían alguna idea de su paradero? Se imaginaba otra vez entre los fuertes brazos de Frank, y en su interior volvía a percibir la misma zozobra placentera que la había atenazado la noche de su primer encuentro íntimo.
Comió en el restaurante del hotel y después del postre aceptó probar la copita de puncha que el camarero le ofreció. Las primeras noticias llegaron algo más tarde: uno de los turistas del grupo se había despeñado por uno de los barrancos del interior de la isla. Aún no se sabía si era hombre o mujer ni si estaba muerto o sólo herido, pero ella recordó las palabras de su marido (“Sería incapaz de vivir sin ti. Me mataría.”) y empezó a temer que se tratara de él, de Carlos.