La guía turística, citando a Hemingway, lo había anunciado como la parte más excitante de la excursión: una bajada de cuatro kilómetros metidos en unos grandes cestos de mimbre, una especie de trineos sin patines que se deslizaban por una carretera empinada y sinuosa. La fila de carros aguardaba a los turistas al pie de las escaleras de la iglesia. Cuando les llegó el turno a ellos, Elena observó la gastada tapicería del asiento y se colocó junto a su marido. Aquello inspiraba cualquier cosa menos seguridad. El descenso se inició cuando los dos carreiros, unos hombres de aspecto desnutrido, con camisa y pantalón blancos y sombreros de paja, empujaron su carro cuesta abajo. Apenas unos segundos después habían alcanzado ya una velocidad considerable. Los carreiros iban detrás, subidos al estribo, y en las curvas más cerradas y los cruces de carreteras saltaban a la calzada y giraban o frenaban tirando de una cuerda que llevaban enrollada en la muñeca. De vez en cuando paraban y con unos trapos deshilachados engrasaban los bajos del carro, y entonces los escasos automóviles que les seguían aprovechaban para adelantarles. Elena no sintió el peligro hasta que llegaron al cruce y por el lado izquierdo apareció la motocicleta. Uno de los carreiros saltó a destiempo y sólo consiguió frenar cuando ya ellos dos habían empezado a gritar: “¡Cuidado!”
27 nov 2009
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